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Alma Delia Murillo

22/09/2012 - 12:00 am

Tinto y tanto

Me caigo mejor borracha. Mucho mejor, sin duda. Soy más simpática y menos yo. Mientras doy el último trago a mi copa, miro hacia el ventanal de mi departamento y leo un fragmento del Talmud  y otro de un poema de Auden que escribí sobre el cristal. Y pienso que si estuviera sobria me daría […]

Fotografía: Carlos Estrada (@cestrad5)

Me caigo mejor borracha. Mucho mejor, sin duda. Soy más simpática y menos yo. Mientras doy el último trago a mi copa, miro hacia el ventanal de mi departamento y leo un fragmento del Talmud  y otro de un poema de Auden que escribí sobre el cristal. Y pienso que si estuviera sobria me daría por analizar la métrica, la simbología y los acentos. Qué hueva.

Pero no, por Fortuna (y por Baco) he tomado tres copas de tinto y leer esos fragmentos no significa nada porque a donde me lleva mi maravilloso viaje etílico es a contemplar el imponente pino que ha crecido tanto que casi araña mi ventana en el tercer piso. Y he descubierto que ahí hay un nido de colibríes.

Entonces, lo único que quiero, es salir corriendo. Necesito salir, desesperadamente. Y lo hago.

Y he aquí que afuera del edificio 10, departamento 302, caja de concreto llamada “casa” que me contiene, me encontré con mi propio viaje del héroe (heroína, pues, no se enojen amigas feministas). Y no hablo de la droga, sino del recorrido místico que se supone hacemos todos los seres humanos en la formación de nuestra psique.

Al salir del edificio encontré el pie derecho, solitario y perdido, de un par de zapatos color azul. Por la talla inferí que pertenecía a una niña o niño de alrededor de diez años.

Me detengo, lo contemplo, me río. Escucho unas vocecitas que desde el cuarto piso se delatan como autoras de la travesura. Me invade la alegría, la ternura, me acuerdo de mí misma cuando tenía esa edad, pienso en mi hermana del alma, la que me enseñó a asimilar la vida cuando teníamos yo seis y ella ocho años. Pienso en todo lo que anduvimos juntas. Siento ganas de llorar. (Yo siempre siento ganas de llorar y soy inmensamente feliz de que así sea).

Sigo. Junto al zapato solitario, un poco a la izquierda, hay una manzana rojísima y mordisqueada. Simplemente reposa ahí. Quiero levantarla y llevarla al depósito de basura pero no puedo. Algo me dice que si lo hiciera estaría invadiendo a las adolescentes que avientan sus ansias de vivir por la ventana.

Ya estoy llorando, ni modo. Que se asomen los vecinos, que piensen (o confirmen) que estoy loca. Son las cinco de la tarde con cincuenta minutos. Sigo caminando con la esperanza de encontrar un colibrí. Hasta ahora me percato de cuánto han crecido las buganvilias que habitan estos patios clasemedieros de asfalto. Benditas buganvilias que atraen a las aves.

Levanto la cara y camino, no me importa si tropiezo y me rompo la boca. No me importa mirar el suelo sino pa’ arriba, estoy cansada de mirar hacia abajo (perdona que disienta, querido José Alfredo). Qué hermoso cielo el de este valle que llamamos ciudad de México. Un cielo como desgarrado, como roto, como agrietado con esas grietas por donde entra la luz, como las grietas del alma. Qué país tan vivo, qué suerte poder respirarlo cada día. Me da por pensar que los que nacimos mexicanos es porque estamos hechos para sentir intensamente.

Camino. Un gato callejero con cara de cabrón me mira, me enfrenta. Trato de sostenerle la mirada. Pobre de mí, me doy ternurita con mi intento. Por supuesto que él gana. Me inclino ante su instinto infinitamente superior al mío y sigo.

Poco a poco se acaba la luz de la tarde, regreso sobre mis pasos, busco una banca del jardín para fumar y encuentro a una niña abrazada de un árbol. Está ahí quietecita, con los ojos cerrados. La conozco bien, es mi vecina, sé que sus padres se están divorciando. Me apena interrumpirla, me alejo despacio y en silencio, con respeto.

Vuelvo a mi casa y cuando estoy subiendo las escaleras me atraviesa una estampida de adolescentes, todas con el pelo larguísimo: gritan, cantan, llevan una cámara de video y un estuche con maquillaje, pasan junto a mí hechas un huracán de hormonas.

Abro la puerta y entro, respiro. Yo quería ver un colibrí y me abrumó la vida que se agita dos pisos abajo de mi departamento. Y aunque a veces no me entero, hoy me la bebí toda con esas tres copas de tinto.

Si me concedieran un último deseo, emulando a Sócrates diría: “dadme el tinto”. En lugar de la cicuta. (No es que me esté comparando con Sócrates, queridos lectores, no me malentiendan. Obviamente Sócrates era mucho más guapo que yo). Y moriría feliz intoxicada del fermento de la uva.

Sería un gran privilegio emprender el último viaje en medio de esta fiesta roja. Oj- Alá. Dios quiera.

Mientras el día llega, hoy digo gracias. Y confirmo que de todos los viajes que el vino me ha regalado, el que más valoro es el del amor. Porque amé a un hombre al que besé por primera vez con sabor a vino tinto. Lo amé por años. Lo amé tanto y tinto que es a ese poderoso espíritu granate al que le rezo y le agradezco por haberlo traído a mi cama, a mi vida, a mi alma.

Y se me vino en medio, en medio, en medio.

En medio de mi ser.

En mi Ecuador, en medio.

 

Se me vino con mi vino.

Se me vino con su mundo.

Se me vino él tinto y yo granate.

Se me vino de esencia y vino.

 

Se me vino en medio, en medio, en medio.

En medio del calor,

en medio del amor que se sabe amor.

Y yo no me voy

¿Quién soy para irme si él vino?

 

Se me vino a muerte.

Se me vino a raja

en la herida de mis hemisferios,

en la zanja de mi sexo,

se me vino a cuerpo dividido.

Se me vino en medio

en medio

en medio.

Yo no fui, él vino, tinto.

Y me pintó el alma de amor,

él vino, tinto.

@AlmitaDelia

 

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